(Mundo Microfinanzas) Para quien se proponga estudiar las distintas modulaciones
que han adoptado las políticas públicas de microfinanzas en América Latina en
las últimas décadas, no podrá pasar por alto la experiencia del Banco Popular
de la Buena Fe, en Argentina. Una iniciativa que surge desde la sociedad civil
tras la crisis de 2001-2002, inmediatamente incorporada como política social
del Estado desde 2002 y durante todo el ciclo kirchnerista, de 2003 a la
actualidad.
En esa exploración, el libro Microcrédito, relaciones personalizadas,
economía y política. El crédito para los pobres, de Bangladesh a la Argentina,
del antropólogo e investigador Adrián Koberwein, de la Universidad de Buenos
Aires (UBA), emerge como insumo clave.
El enfoque antropológico (y semiológico) del libro -publicado en 2012-
ayuda a observar el fenómeno microfinanciero desde una perspectiva poco
transitada por los papers que nutren los principales debates de la industria en
los últimos años. Allí, si bien se reconoce la condición inherentemente social
de las microfinanzas, sigue prevaleciendo un sesgo economicista y de
sostenibilidad financiera. En este libro, en cambio, el énfasis está puesto en
conceptos como relaciones personales, valor (no en el sentido económico, sino
social y político), confianza mutua, comunidad y proyecto (no sólo en el
sentido empresarial sino, y sobre todo, político). El libro de Koberwein ayuda
a desnaturalizar conceptos que suelen darse como incuestionables, resituándolos
en un contexto de extrañamiento y desvelándolos en su carácter de vulgata, de
lugar común. Este es quizás el mayor aporte del libro.
“La categoría de crédito, al estar sostenida por valores dominantes, por
significados naturalizados, se nos presenta como no problemática. De esta
manera, el crédito en sí mismo es bueno o, al menos, moralmente neutro”, dice
el autor.
El texto está organizado en dos secciones, una primera que podríamos
llamarla “bangladesí”, y una segunda “argentina”. En la primera el autor se
luce en su faz de crítico del discurso dominante del microcrédito, erigido a
partir de la experiencia pionera de Muhammad Yunus con el Grameen Bank y con un
inequívoco centro ideológico: Washington. La segunda contiene el trabajo
etnográfico del autor junto a miembros de algunos de los “banquitos” del Banco Popular de la
Buena Fe. En mi opinión, la agudeza de la primera parte del libro y la sólida
argumentación contra el microcrédito en tanto discurso hegemónico produce, en
la segunda parte, un efecto algo decepcionante: el “Banquito”, como variante
argentina de Grameen, se lee (el microcrédito es un lenguaje que construye
sentidos, propone el autor) como la contradicción de prácticas financieras
inspiradas por el mercado. Pero arrogándose una representación de “comunidad” y
“Nación” que reclama, en consecuencia, la adhesión a un proyecto político asumido
como totalizador (pomposamente, “Proyecto Nacional y Popular”).
Yunus, héroe mítico
El autor comienza por caracterizar lo que llama el “mito de origen” del
microcrédito, enmarcándolo en una retórica neoliberal según la cual los
microcréditos surgen como alternativa ante el fracaso del Estado por resolver
el problema de la pobreza.
“Yunus relata en su biografía cómo logró que el Banco Mundial
desembolsara recursos en forma directa hacia su banco, siendo que
tradicionalmente es una institución que financia a través de los Estados
nacionales”, señala Koberwein.
Yunus es, bajo esta perspectiva, un héroe mítico cuyo proyecto, en
aquellos turbulentos años ’70, en Bangladesh, vendría a realizar el deseo
neoliberal de suprimir al Estado como actor relevante en la administración de
la cuestión social. La crítica se apunta menos al diseño original del proyecto
de Yunus que a la ulterior apropiación que de esta experiencia hicieron los
grandes jugadores de las finanzas mundiales. La mención del Banco Mundial no es
ociosa. Se consigna además la temprana fascinación que el modelo Grameen
despertó en Bill y Hillary Clinton, entonces en el gobierno de Arkansas, al
promediar los años ’80. Y el apoyo que Yunus recibió de autoridades académicas
como Joseph Stiglitz, la iglesia católica, Naciones Unidas, hasta la
canonización del Nobel (2006).
Los textos de Yunus son lanzados internacionalmente (el microcrédito
pasa a ser un producto “exportable”) al mismo tiempo que se construye esta mistificación
y este discurso hegemónico sobre la pobreza. “La hegemonía produce sentido
común”, dice el autor, apoyándose en Raymond Williams.
No nos vamos a explayar en el análisis semiológico de Koberwein sobre
este corpus de relatos. Baste decir que se trata de “relatos ejemplificadores”,
“ni verídicos ni falsos”, con una “unidad de estilo”: son simples, sencillos,
incuestionables en su autoevidencia (“Nadie con buen sentido común podría negar
que, dada su situación, es más beneficioso para Sufiya tomar un préstamo de
Yunus, que tomar dinero de un prestamista usurero”).
Para el autor, hay en estos relatos una similitud invertida con ciertas
teorías sobre el desarrollo:
“Si la noción clásica de desarrollo pretende llevar la racionalidad de
mercado a los pobres y cambiar sus mentalidades, el microcrédito hace girar
esta idea en 180 grados y, en vez de cambiarle la mentalidad a los pobres,
propone cambiársela a los banqueros”.
Y luego: “… El mito del crédito como solución a la pobreza está apoyado
en un circuito internacional de producción e imposición de ideas innovadoras…
un proceso hegemónico”.
Citando a Lamia Karim, profesora de Antropología en la University of Oregon, el investigador argentino señala el interés del capitalismo por hacer
del prestatario pobre un consumidor disciplinado:
“A través del microcrédito las personas pobres se han vuelto
consumidores de productos de las corporaciones multinacionales, como por
ejemplo teléfonos celulares, fertilizantes y pesticidas, cayendo además en la
dependencia de estas corporaciones para la provisión de semillas para el
cultivo y otros tipos de materias primas para la producción de bienes
comerciales y de subsistencia. Según la autora, ni las ONG ni el Banco Grameen
son agentes pasivos del capital. Son ‘activos productores de nuevas subjetividades
y significados sociales’” (Demystifying Micro-Credit. The Grameen Bank, NGOs and Neoliberalism in Bangladesh, 2008).
Petición de Fe
Pero el libro promete una dialéctica que luego no cumple.
Desde sus primeras páginas, el autor presenta como hipótesis que la articulación
de dos lógicas aparentemente contradictorias (la microfinanciera que busca un
beneficio económico y la de política social, que propugna valores contrarios a
la lógica mercantil) es posible porque la implementación de los microcréditos
involucra una tercera lógica, la de las relaciones personalizadas, que juega un
papel central en la producción de los derechos y las obligaciones entre
prestadores y prestatarios de dinero.
La argentinización del modelo Grameen supondría, así, un experimento que
balancea los beneficios del mercado y la promoción del Estado, iniciativa
individual y solidaridad, estímulo y regulación, libertad y justicia social.
Pero el Banco Popular de la Buena Fe, según lo muestra el libro, no tiene nada
de esta síntesis y el componente de las “relaciones personalizadas” ya veremos
en qué termina: mero mecanismo de domesticación ideológica, control social y
alineamiento político.
“Como en toda versión de algo, hay elementos que se modifican, elementos
nuevos y elementos que se mantienen del original”, dice el autor en relación a la
adaptación vernácula del original Grameen. Entre lo que se mantiene, Koberwein
destaca algunos rasgos formales de la metodología grupal: selección y monitoreo
entre prestatarios; entrega escalonada del crédito; posibilidad de renovación
con montos progresivamente mayores; cronograma de pagos frecuentes.
La principal innovación del Banquito es la impresionante estructura piramidal
y jerárquica que contiene todo el andamiaje financiero. En el vértice superior
de la pirámide está la máxima autoridad política del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación (el Estado es regulador y financiador del proyecto) y en su
base se asientan los “banquitos” locales, distribuidos en toda la geografía
nacional, con sus grupos de prestatarios. En el medio de esta estructura se
ubican los referentes provinciales, designados por el gobierno nacional, y los
promotores locales que suelen ser miembros de organizaciones de la sociedad
civil, partidos políticos afines al gobierno e incluso entidades pastorales
como Caritas. Las relaciones entre los estamentos no están exentas de
tensiones, como el autor lo muestra en más de un pasaje del libro. Pertenecer
al Banquito supone adscribir a una serie de valores y aceptar las pautas del
Manual de Trabajo, propuesta metodológica basada en el concepto de “comunidad
organizada”, que le fuera inspirada a Perón por el estado mussoliniano, durante
la estancia del caudillo argentino como agregado militar en Italia.
El prestatario del Banquito no es un mero emprendedor que accede a un
préstamo para poner en marcha su negocio. La idea de “participación” es clave.
Explica el autor:
“Para participar hay que ser un buen prestatario, y un buen prestatario
es el que participa y, además, se compromete. Se trata de un compromiso que se
construye a lo largo del tiempo y que implica, en principio, el compromiso con
los compañeros de grupo solidario, con los valores y las pautas culturales del
banquito y que luego se transformará en algo más amplio: un compromiso con el
proyecto”.
Y luego: “Para recibir un crédito del banquito no sólo hay que presentar
un proyecto, sino además sumarse a un Proyecto”.
Los promotores locales, combinando una doble condición de asesor de
crédito y animador comunitario, cumplen una función estratégica. Ellos trabajan
en el barrio y ven cómo viven y trabajan los prestatarios. Las jornadas de
capacitación y reuniones en los centros locales “operan como fuentes de información”.
Quién le debe a quién, si pagó o no, para qué se está usando el dinero, etc. A
una prestataria de la provincia de Entre Ríos, a la que se le reprochaba no
trabajar ni producir, se le llegó a incautar la máquina de coser que había
comprado con su primer crédito.
En la visión del Banquito, un prestatario que no participa ni se
compromete con la filosofía del proyecto es estigmatizado. Alguien que usó su
primer crédito para instalar un aire acondicionado en su casa no merece
pertenecer al grupo. Koberwein admite que “hay determinadas formas de usar el
dinero que son consideradas como deshonestas en el marco de la lógica del
programa, pero que difícilmente lo serían en otros contextos”.
Promotores y prestatarios acaban por conformar redes duraderas de
socialización, de las que es difícil sustraerse al control. María, una
informante durante el trabajo de etnografía, reconoció al autor que “yo ya
terminé de pagar el crédito, pero sigo yendo igual a tomar mate con las amigas
que hice en el banquito”.
El libro repite una y otra vez la consigna de la participación y lo que
se llama la “vida de centro”. “Si no, el banquito se cae”, se lee
recurrentemente, a modo de estribillo del texto. Quien no asiste a las
reuniones del centro, quien desaparece, “es potencialmente peligroso porque
nadie sabe nada de él”.
Como se dijo, tal adhesión comporta una dimensión política. En rigor, el
ciclo del crédito no termina cuando se cancela la deuda: “Quienes comenzaron el
ciclo como prestatarios, son luego nominados y fundamentalmente interpelados en
tanto emprendedores de ese Proyecto (Nacional y Popular)”.
Tal dimensión se pone de manifiesto en los encuentros provinciales o
nacionales, “expresión del igualitarismo y la visibilización de jerarquías”,
como señala el autor. Allí abundan teatralizaciones donde los “enemigos” del
banquito (los Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional, todo aquél que se
oponga al Proyecto Nacional y Popular) son objetos de escarnio y burlas
ritualizadas. Los encuentros dan lugar a todo tipo de efusiones: desde las
protestas de lealtad al Proyecto, hasta el intercambio de besos y abrazos entre
los miembros del grupo, con entonación de canciones prescritas de antemano en
un cancionero. Como en la iglesia.
No sorprenden, así, las metáforas religiosas que apunta el autor, sugeridas
ya desde el mismo nombre del Banco: “Los encuentros nacionales, tal como los
hemos descrito, pueden ser entendidos como una forma de comulgar”. Si hay en
este programa algo del orden de la fe, ésta no se reduce sólo al sentido de confianza
en la palabra empeñada que propugna su metodología crediticia. Hay que creer -tener
buena fe- que todo el entramado institucional-financiero del Banco es la
expresión de una integridad moral y política: el pueblo-que-trabaja, la Nación.
Tal asunción no sólo es falaz: también es mistificadora. Si con Yunus
teníamos un héroe mítico y un corpus de relatos autoevidentes, detrás de los
cuales se encubrían intereses de captura capitalista sobre nuevos
consumidores, con el Banco Popular de la Buena Fe tenemos el mito de la
comunidad organizada y el relato de una parcialidad política que presume de totalidad.
Operación sinecdóquica típicamente peronista, por otra parte.
Pintura de época
El libro es un abordaje antropológico de un programa de microcrédito en
Argentina, pero se lo puede leer como más que eso. Creo que es una buena
pintura de época, la Argentina de la última década. Seguramente no ha sido algo
deliberado, pero es bondad del libro (la posición ideológica del autor parece ser empática con su objeto,
si bien el método etnográfico de observación participativa dota al texto de una
ambigüedad estructural).
En primer lugar uno ve los dramáticos efectos sociales que dejó en el país
el ensayo del neoliberalismo, clausurado con la crisis de
2001-2002. No es difícil imaginar que muchos de los prestatarios del Banco
Popular de la Buena Fe son contingentes sociales expulsados por las políticas
económicas que dominaron en la década del ’90. Y en segundo lugar uno ve con
claridad el ciclo kirchnerista, con sus logros y sus flaquezas. Incluso el
pasaje histórico que rodeó la producción del texto es perfectamente legible y
coincide con el éxtasis movimientista (la muerte de Néstor Kirchner, en 2010) y
el mayor éxito electoral (2011).
El libro deja ver lo bueno de esta última década: la preeminencia de las
políticas sociales, el protagonismo del Estado en el diseño de políticas
públicas, cierta indocilidad contra lo que se pretende “natural” por parte de
los discursos hegemónicos. Pero también deja ver sus extravagancias (la
pedagogía populista de Buenos y Malos, ampulosidades retóricas, cierta
negatividad rabiosa) e invita a reflexionar sobre las limitaciones de las
gestiones de gobierno de los últimos años. Luchar contra la pobreza no es sólo
incluir, sino también asegurar condiciones macroeconómicas que permitan el
fortalecimiento de un mercado, que alienten la inversión y la generación de
riquezas. Algo que el kirchnerismo parece desdeñar.
En tal sentido, el Banco Popular de la Buena Fe que nos presenta el
libro de Koberwein no se comprende como la articulación de dos lógicas, la del
mercado y la del Estado. Su concepción es la de una fracción política
mimetizada con el Estado, mimetizada con la Nación. Y el sujeto que presupone es
un sujeto “interpelado”, domesticado, vigilado, auto-fascinado en su relato, estigmatizado
ante el menor signo de insubordinación. Cuando en verdad una política pública
de microfinanzas, si es consecuente en su afán de contribuir a la lucha contra
la pobreza, presupone individuos autónomos, que puedan desplegar libre y
plenamente todas sus capacidades.
Referencia
Microcrédito, relaciones personalizadas, economía y política. El crédito
para los pobres, de Bangladesh a la Argentina (por Adrián Koberwein, Editorial Antropofagia,
2012, Buenos Aires)
Otras obras del autor
El microcrédito como política social y como proyecto político.
Confianza, participación y compromiso en el Banco Popular de la Buena Fe (en
co-autoría con Samanta Doudtchitzky, Editorial Antropofagia, 2010, Buenos Aires)
El mito del crédito para los pobres: el mito-crédito. Análisis de la
producción de una ‘nueva’ forma para erradicar la pobreza (Instituto de
Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 2011)
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