Milford Bateman |
(Mundo
Microfinanzas) La revista Ola financiera, de la Universidad Nacional Autónoma de México
(UNAM), ha publicado en su última edición el artículo La Era de las Microfinanzas: Destruyendo las economías desde abajo, del investigador y
consultor británico Milford Bateman. La versión original del texto fue
publicada como documento de trabajo bajo el título The Age of Microfinance: Destroying Latin American economies from below, por la Fundación Austríaca de
Investigación para la Ayuda al Desarrollo (OFSE, Working Paper 39, Viena, mayo
de 2013).
El artículo
es un duro alegato contra las microfinanzas y, en especial, contra su práctica
en América Latina. Bateman, conocido por sus críticas investigaciones sobre el sector
microfinanciero en los Balcanes, ya había sacudido a la industria con su libro
Why Doesn’t Microfinance Work? The Destructive Rise of Local Neoliberalism (Zed
Books, Londres, 2010), provocador y controversial, donde plantea no sólo que el
modelo de las microfinanzas no funciona sino que, peor aún, constituye una
traba para el desarrollo.
Bateman taladra
sin mediatintas sobre el corazón filosófico de las microfinanzas y sobre el
plexo de enunciados que han legitimado a la industria, desde el suceso Grameen
en Bangladesh, en los ’70, como herramienta de desarrollo y superación de la
pobreza.
La
hipótesis central de Bateman es que las microfinanzas constituyen una
intervención anti-desarrollo y que, lejos de ayudar a superar la pobreza, no
hacen sino profundizarla. En América Latina, como en otras regiones en
desarrollo, el modelo de las microfinanzas está asociado con “la progresiva
desindustrialización, infantilización e informalización del sector local de
empresas y de la economía local”, afirma el autor.
La línea de
análisis fuerte del artículo -y lo más interesante del enfoque de Bateman, a mi
juicio- es que el tejido empresarial de un país puede verse como una
constelación donde coexisten, desde una perspectiva de desarrollo, empresas
buenas o correctas, y empresas malas o “equivocadas”. Las primeras son
típicamente pymes y grandes compañías, es decir, empresas de cierta
envergadura, formalizadas (que pagan impuestos), con capacidad para absorber
empleo y entramarse en cadenas productivas. Las segundas son típicamente microempresas
o empresas de subsistencia, informales (que evaden impuestos), que por su
diminuta existencia no tienen capacidad de “derrame” hacia proyectos de crecimiento
en escala. Las microfinanzas -dice Bateman- han puesto su atención en las
empresas malas e incorrectas. Y lo peor, se lamenta el autor, es que en las
últimas décadas los organismos multilaterales de desarrollo y agencias de
cooperación internacional han destinado cuantiosos recursos hacia este sector
tan poco productivo en la dinámica económica.
Veamos por
caso cómo analiza Bateman el fenómeno de las microfinanzas en Bolivia, donde él
ya visualiza un punto de “saturación” o sobreoferta.
En Bolivia -comienzo
a glosar a Bateman- el sector de las microfinanzas juega un papel central en la
intermediación financiera, probablemente más que en cualquier otro país de
América Latina, e incluso globalmente. El resultado ha sido que la economía
boliviana ha visto un crecimiento alto en el sector informal desde la llegada
de las microfinanzas a fines de los años ’80, pero poco desarrollo relativo (y
menos cada año) del sector más productivo de pymes formales. Un claro ejemplo
de ello es la ciudad de El Alto, “una enorme tienda al aire libre”. El mayor
fondeo canalizado hacia estas microempresas o empresas informales responde a
una motivación clara: la búsqueda de mayor rentabilidad. Este sector es más
atractivo que las empresas industriales o pymes porque en general está
gestionado por mujeres pobres dispuestas a pagar altísimas tasas de interés por
actividades de rápido intercambio. Así es que las empresas “correctas” no
pueden desarrollarse o crecer de forma sostenible porque cada vez están más
obligadas a competir en un hostil escenario de empresas “incorrectas”. Y las
riquezas naturales de un país como Bolivia no se invierten en la
(re)construcción de una economía industrial más productiva sino en una
estructura económica dominada por las microempresas, minúsculas e
improductivas, al estilo Bangladesh. Fin de la glosa.
El mismo análisis
es aplicado por el autor a los otros países latinoamericanos que estudia, destacando
algunos rasgos idiosincrásicos: en México las tasas de interés “astronómicas” y
la exacerbación del microcrédito de consumo; en Colombia la proliferación de
microempresas informales que pusieron freno al desarrollo de una industria
textil insinuada en los ’50; en Perú la configuración de un sector empresarial
extensivo y débil.
El enfoque
es interesante y estimula al debate. No negamos que Bateman apunta contra un
nervio sensible en la agenda de quienes diseñan y deciden políticas de
desarrollo. Y su posición es coherente y relevante, aunque no exenta de
críticas.
Algunas críticas
Las críticas pueden ir desde la
construcción de un ethos de provocador, que lo lleva a algunas afirmaciones un
tanto petardistas (las ganancias de decenas de millones de dólares de los
gerentes de Compartamos “pagados por las mujeres pobres” de México), hasta ciertos
flancos del argumento que no parecen tener un correlato empírico exacto. Está
por dilucidarse la relación “orgánica” de las microfinanzas con el impacto en
la pobreza, pero lo cierto es que en América Latina hay menos pobres hoy que
hace diez años, lapso en el cual el sector microfinanciero se ha visto propulsado en varios países. Y en Bolivia hay menos pobres hoy que cuando comenzaron a
operar las microfinancieras.
Por otra
parte, en cuanto a una historia económica latinoamericana, Bateman tiende a
sobredimensionar la etapa de industrialización por sustitución de importaciones.
Es cierto que tras la crisis financiera del ’30 hubo un proceso sustitutivo en
prácticamente toda la región, y que ese proceso se interrumpe en los años ’70 u
’80, pero también es cierto que no en todos los países se dio del mismo modo,
ni con la misma intensidad ni con el mismo grado de verticalización. Y habría
que estudiar con más detenimiento la procedencia social y económica de los
contingentes que, a partir de la década del ’80, comienzan a engrosar las
carteras de las IMFs latinoamericanas.
Además, si
es cierto como plantea Bateman que el mercado microfinanciero en Latinoamérica
está llegando a un punto de saturación, producto del ingreso de firmas
comerciales atraídas por las supuestamente suculentas ganancias del sector,
habría que ver hasta qué punto las IMFs pioneras no han jugado un rol importante
en la progresiva incorporación de actores sociales, antes excluidos, en una
cultura financiera y en una dinámica de administración empresarial que, aunque diminuta,
les ha permitido merced al esfuerzo individual o colectivo afrontar en mejores
condiciones una situación estructural de pobreza. Vale decir, un rol de desarrollo.
Sobrevuela
en el texto, por otra parte, cierta idea laxa de neoliberalismo. El autor atribuye
al Consenso de Washington, de comienzos de los años ’90, la paternidad
ideológica del modelo de las microfinanzas. Así se pretende explicar que la
proliferación de microempresas y negocitos informales, dispuestos a pagar tasas
de interés siderales por su crédito, ha sido producto del voraz apetito de lucro de
un mercado entonces legitimado como asignador excluyente de recursos.
Sin
pretender negar lo dañino que fueron aquellas políticas impartidas por los
organismos financieros internacionales en América Latina, con la complicidad
corrupta de gobiernos locales, no parece razonable hoy tomar a aquel consenso
como si fuera una escuela de pensamiento, monolítica y uniforme. El interesante
análisis y crítica que hace Bateman del estudio del BID La era de la productividad. Cómo transformar las economías desde sus cimientos (Carmen
Pagés editora, BID, Washington, DC, 2010) permite ver la pugna de perspectivas
-más o menos promercadistas, más o menos desarrollistas- dentro
de la propia entidad. Bateman lo reconoce. Y el título de su artículo parece
una inversión, algo sarcástica, del título de aquella publicación del BID… entidad
de “orientación neoliberal claramente”, según el autor.
En
síntesis, el aporte de Bateman es valioso para quebrar ciertas inercias y ciertos
dogmas que arrastra el discurso de las microfinanzas. Es de esperar que
estudios como el suyo sirvan a modo de insumo para una toma de decisiones más
informada por parte de quienes piensan ingenierías de desarrollo y disponen cómo ensamblar mejor los distintos sectores productivos (¿no estaría bien pensar estrategias masivas de formalización de microempresas?). Convenimos
con Bateman, también, que el estado debe cumplir su rol, no ya sólo como atemperador de
los excesos del mercado, sino en la determinación de cuáles deben ser estos sectores prioritarios y estratégicos. Pero de
allí a achacar a las microfinanzas la responsabilidad de “profundizar la
pobreza” y de ser un instrumento “anti-desarrollo”, hay una distancia considerable que el autor cubre con afirmaciones demasiado tajantes, que merecerían mayor elaboración y cuidado.
Referencia
Bateman,
Milford: “La Era de las Microfinanzas: Destruyendo las economías desde abajo”,
en la revista Ola financiera, N° 15, mayo-agosto de 2013, Instituto de
Investigaciones Económicas, UNAM, Distrito Federal, páginas 1 a 77. Traducción
de Wesley Marshall y Eugenia Correa.
Sobre el
autor: Milford Bateman es actualmente consultor independiente y profesor
visitante de Economía en la Universidad de Juraj Dobrila en Pula, Croacia. Tras
completar su doctorado en la Universidad de Bradford, en Inglaterra, se
especializó en políticas de desarrollo de la pequeña y mediana empresa y
modelos de estados desarrollistas a nivel local. Fue consultor para el diseño y
evaluación de programas sobre políticas de Pymes en Medio Oriente, China,
Sudáfrica y Colombia.
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