(Mundo Microfinanzas) Una forma de hacer justicia con libros como Orientalismo, del palestino Edward W. Said (1935-2003), es proceder de un modo pragmático, antes que puramente intelectivo, respecto al objeto del que trata.
Lejos de proponerse como una empresa “aditiva” de conocimiento, el texto provoca, por el contrario, una actitud de desapego. Busca adelgazar, desindexar y reducir todo un corpus de erudición, deshilachándolo hasta que de él no quede más que la tópica, el puñado de lugares comunes y clisés sobre los cuales se estableció y se sistematizó todo lo relativo a "Oriente" en el campo de la literatura, el arte y la ciencia, desde Esquilo a nuestros días, y su uso político concomitante.
Lo que sabemos de Oriente, nos dice Said, es producto de la imaginación de Occidente. Con una coherencia interna que Said no deja de resaltar, el discurso sobre Oriente se ha construido y cristalizado a partir de un vocabulario, un conjunto de metáforas y definiciones empleadas por escritores, viajeros, aventureros, y refinadas por filólogos, gramáticos, geógrafos y cientistas sociales. La epistemología corporativa que resultó de tal empresa no ha tenido otro fin que domeñar lo que se presenta como distinto y amenazante. Domesticar lo exótico. Manipular, inteligibilizar, controlar y finalmente someter una cultura por parte de otra que se autopostula como superior.
De allí que lo que reclama Orientalismo, publicado en 1978, sea un tipo específico de praxis. Praxis intelectual, sí. Pero no en el sentido humanista y academicista clásico (el saber es una gran biblioteca y el sujeto adquiere erudición a fuerza de ingesta bibliográfica). Sino como un activo desprenderse de materias saturadas de enunciados.
Por cierto que el enfoque y la operación crítica que propone el texto no es hallazgo de Said ni privativo de este texto. El autor es explícito respecto a las fuentes donde abreva su argumentación (fuertemente Foucault, pero también Gramsci, Chomsky, Walter Benjamin, entre otros). Lo que sí despliega Orientalismo, y podría decirse que en un sentido inaugural, es la corriente teórica conocida como Poscolonialismo, que analiza los cambios culturales y políticos generados por el proceso de descolonización posterior a la segunda guerra, desde una perspectiva libertaria y no manipulatoria.
Hablar por el otro
En la genealogía que Said propone, hay embriones de orientalismo ya en el teatro de la Grecia clásica. Y no es casual que la disciplina tenga su antecedente más remoto en el contexto de una representación: Europa re-presenta a Oriente. Desde una radical exterioridad, le hace hablar. En Los Persas, de Esquilo, “Europa articula Oriente… y constituye un espacio que, de otro modo, sería silencioso y peligroso” (p. 90).
Este gesto cultural atravesará los siglos. Dante fija la idea del Islam como versión malinterpretada del cristianismo. Y codifica literariamente el terror europeo frente a lo que fue la hegemonía militar -y luego cultural y religiosa- de los ejércitos musulmanes tras la muerte de Mahoma, en el 632. El terror no se disipará ni aún después de la batalla de Lepanto (funcionando como trauma, persiste todavía en “los sarracenos” de las novelas de Walter Scott).
Los escritores románticos, a su vez, ya con un contexto geopolítico marcado en la puja anglo-francesa por el control del mundo, verán a Oriente como destino de viaje y peregrinación. Como el ámbito propicio para una regeneración, no exenta del paternalismo europeo. Con Chateaubriand, explica Said, se pone en marcha un tópico: “una idea que adquirirá una autoridad casi insoportable y automática en los escritos europeos: el tema de una Europa que enseña a Oriente lo que es la libertad” (p. 237).
Pero la descripción genealógico-literaria no constituye lo central del texto de Said. Hacia el final de la primera parte (el libro está dividido en tres) ya se esboza lo que será el aporte más rico de Orientalismo. Por un lado, la articulación del discurso con dispositivos institucionales y proyectos de dominación política: la base “libresca” en la preparación de la invasión de Napoleón a Egipto; la conexión estructural entre el proyecto de las gramáticas comparativas y la apertura del Canal de Suez en el siglo XIX. Dos fenómenos que a priori no se tocan, pero cuyo vínculo Said muestra con elocuencia. Occidente conquista y anexa en un sentido cultural de adquisición de conocimientos, pero también en su acepción militar-imperialista.
Por otro lado, la segunda parte del libro -la que podría verse como la sección más analítica- introduce una cuestión clave: la de las idées reçues, las ideas recibidas, heredadas. El lugar común que tanto irritó (irritación literariamente productiva, afortunadamente) a Flaubert.
Said cita Bouvard et Pécuchet en el centro de su texto, como si el orientalismo no pudiera entenderse sino en la materia fofa del estereotipo, en las infecundas mesetas del lenguaje. Y recoge anotaciones que hizo Flaubert al plan de lo que sería el último capítulo de su novela (que el autor de Madame Bovary no pudo ver publicada en vida) donde aparecen los dos personajes copiando cada uno sus ideas favoritas en un cuaderno. Dice Said al respecto:
“El saber ya no requiere ser aplicado a la realidad; es lo que se transmite en silencio y sin comentarios de un texto a otro. Las ideas se propagan y se diseminan anónimamente, se repiten sin atribución, se vuelven literalmente idées reçues: lo que importa es que están allí para ser repetidas, imitadas y de nuevo vueltas a imitar sin ser criticadas” (p. 165, énfasis de Said)
Bouvard y Pécuchet (“dos idiotas copiadores de códigos”, como los caracterizó Roland Barthes) exponen el modo como el orientalismo ha funcionado en tanto doxología: una vulgar reproducción de clisés. Flaubert, él mismo orientalista en Salambó y entusiasta viajero por la “geografía imaginaria” de Oriente, escribe en el final de su vida una obra con la que se mofa de los mitos enciclopédicos de la Ilustración (burla que incluso alcanza a precursores del romanticismo, como Rousseau), denunciándolos como meras y vacuas copias.
Said parte de Flaubert y da un paso más: el esquema discursivo orientalista proveyó la matriz ideológica para un proyecto de hegemonía y dominio colonial. Las hipótesis lingüísticas de Renan sobre el semítico, y su comparación con el indoeuropeo, no tardaron en convertirse en hipótesis raciales:
“Se asumía que si las lenguas eran tan distintas entre sí como los lingüistas decían que eran, también de modo similar los usuarios del lenguaje -sus mentes, culturas, potenciales e incluso sus cuerpos- eran diferentes” (p. 311)
La masa de textos coherente y solidariamente entramados del orientalismo devino así en máquina coactiva que ha impedido o dificultado acercarse a Oriente más allá del prejuicio. Ni Marx, de quien poco se puede sospechar por simpatías con el programa de expansión colonialista, se vio exento de las convenciones e ideas pre-fabricadas sobre Oriente, según analiza Said. Después de la segunda guerra mundial, con Estados Unidos convertido en centro de la economía capitalista y eje de la política de Occidente, esta maquinaria discursiva se instrumentaliza en la academia. Ya no es el afán “reconstructivo” y refinado de los filólogos del siglo XIX. Ahora el corpus ingresa acríticamente en la floreciente sociología norteamericana, sirviendo su repertorio de imágenes y metáforas dentro del contexto inédito de guerra fría y mass media. Aparecen las figuras del “experto” y el “propagandista” con un fin común: el control social (esto es materia del tercer capítulo del libro).
¿Y cuál es el “Oriente real” que la coartada orientalista encubre?
Said no se preocupa por responder a esta pregunta. Como decíamos, Orientalismo es un libro que invita a desmontar lo adquirido, antes que a integrar un nuevo saber. Invita a reexaminar lo que “sabemos” de Oriente, incluso a los propios orientales (muchos de ellos, como el propio Said, formados en universidades europeas y norteamericanas, o consumidores de cultura occidental). Y convoca a revisar hasta qué punto estamos atravesados por estas representaciones y concepciones que bloquean toda posibilidad de un intercambio fructífero, respetuoso y tolerante entre las diferentes culturas.
Referencia
Orientalismo (por Edward W. Said, edición De Bolsillo, presentación de Juan Goytisolo, traducción de María Luisa Fuentes, Barcelona, 2009)
Edward Said |
Lo que sabemos de Oriente, nos dice Said, es producto de la imaginación de Occidente. Con una coherencia interna que Said no deja de resaltar, el discurso sobre Oriente se ha construido y cristalizado a partir de un vocabulario, un conjunto de metáforas y definiciones empleadas por escritores, viajeros, aventureros, y refinadas por filólogos, gramáticos, geógrafos y cientistas sociales. La epistemología corporativa que resultó de tal empresa no ha tenido otro fin que domeñar lo que se presenta como distinto y amenazante. Domesticar lo exótico. Manipular, inteligibilizar, controlar y finalmente someter una cultura por parte de otra que se autopostula como superior.
De allí que lo que reclama Orientalismo, publicado en 1978, sea un tipo específico de praxis. Praxis intelectual, sí. Pero no en el sentido humanista y academicista clásico (el saber es una gran biblioteca y el sujeto adquiere erudición a fuerza de ingesta bibliográfica). Sino como un activo desprenderse de materias saturadas de enunciados.
Por cierto que el enfoque y la operación crítica que propone el texto no es hallazgo de Said ni privativo de este texto. El autor es explícito respecto a las fuentes donde abreva su argumentación (fuertemente Foucault, pero también Gramsci, Chomsky, Walter Benjamin, entre otros). Lo que sí despliega Orientalismo, y podría decirse que en un sentido inaugural, es la corriente teórica conocida como Poscolonialismo, que analiza los cambios culturales y políticos generados por el proceso de descolonización posterior a la segunda guerra, desde una perspectiva libertaria y no manipulatoria.
Hablar por el otro
En la genealogía que Said propone, hay embriones de orientalismo ya en el teatro de la Grecia clásica. Y no es casual que la disciplina tenga su antecedente más remoto en el contexto de una representación: Europa re-presenta a Oriente. Desde una radical exterioridad, le hace hablar. En Los Persas, de Esquilo, “Europa articula Oriente… y constituye un espacio que, de otro modo, sería silencioso y peligroso” (p. 90).
Este gesto cultural atravesará los siglos. Dante fija la idea del Islam como versión malinterpretada del cristianismo. Y codifica literariamente el terror europeo frente a lo que fue la hegemonía militar -y luego cultural y religiosa- de los ejércitos musulmanes tras la muerte de Mahoma, en el 632. El terror no se disipará ni aún después de la batalla de Lepanto (funcionando como trauma, persiste todavía en “los sarracenos” de las novelas de Walter Scott).
Los escritores románticos, a su vez, ya con un contexto geopolítico marcado en la puja anglo-francesa por el control del mundo, verán a Oriente como destino de viaje y peregrinación. Como el ámbito propicio para una regeneración, no exenta del paternalismo europeo. Con Chateaubriand, explica Said, se pone en marcha un tópico: “una idea que adquirirá una autoridad casi insoportable y automática en los escritos europeos: el tema de una Europa que enseña a Oriente lo que es la libertad” (p. 237).
Pero la descripción genealógico-literaria no constituye lo central del texto de Said. Hacia el final de la primera parte (el libro está dividido en tres) ya se esboza lo que será el aporte más rico de Orientalismo. Por un lado, la articulación del discurso con dispositivos institucionales y proyectos de dominación política: la base “libresca” en la preparación de la invasión de Napoleón a Egipto; la conexión estructural entre el proyecto de las gramáticas comparativas y la apertura del Canal de Suez en el siglo XIX. Dos fenómenos que a priori no se tocan, pero cuyo vínculo Said muestra con elocuencia. Occidente conquista y anexa en un sentido cultural de adquisición de conocimientos, pero también en su acepción militar-imperialista.
Por otro lado, la segunda parte del libro -la que podría verse como la sección más analítica- introduce una cuestión clave: la de las idées reçues, las ideas recibidas, heredadas. El lugar común que tanto irritó (irritación literariamente productiva, afortunadamente) a Flaubert.
Said cita Bouvard et Pécuchet en el centro de su texto, como si el orientalismo no pudiera entenderse sino en la materia fofa del estereotipo, en las infecundas mesetas del lenguaje. Y recoge anotaciones que hizo Flaubert al plan de lo que sería el último capítulo de su novela (que el autor de Madame Bovary no pudo ver publicada en vida) donde aparecen los dos personajes copiando cada uno sus ideas favoritas en un cuaderno. Dice Said al respecto:
“El saber ya no requiere ser aplicado a la realidad; es lo que se transmite en silencio y sin comentarios de un texto a otro. Las ideas se propagan y se diseminan anónimamente, se repiten sin atribución, se vuelven literalmente idées reçues: lo que importa es que están allí para ser repetidas, imitadas y de nuevo vueltas a imitar sin ser criticadas” (p. 165, énfasis de Said)
Bouvard y Pécuchet (“dos idiotas copiadores de códigos”, como los caracterizó Roland Barthes) exponen el modo como el orientalismo ha funcionado en tanto doxología: una vulgar reproducción de clisés. Flaubert, él mismo orientalista en Salambó y entusiasta viajero por la “geografía imaginaria” de Oriente, escribe en el final de su vida una obra con la que se mofa de los mitos enciclopédicos de la Ilustración (burla que incluso alcanza a precursores del romanticismo, como Rousseau), denunciándolos como meras y vacuas copias.
Said parte de Flaubert y da un paso más: el esquema discursivo orientalista proveyó la matriz ideológica para un proyecto de hegemonía y dominio colonial. Las hipótesis lingüísticas de Renan sobre el semítico, y su comparación con el indoeuropeo, no tardaron en convertirse en hipótesis raciales:
“Se asumía que si las lenguas eran tan distintas entre sí como los lingüistas decían que eran, también de modo similar los usuarios del lenguaje -sus mentes, culturas, potenciales e incluso sus cuerpos- eran diferentes” (p. 311)
La masa de textos coherente y solidariamente entramados del orientalismo devino así en máquina coactiva que ha impedido o dificultado acercarse a Oriente más allá del prejuicio. Ni Marx, de quien poco se puede sospechar por simpatías con el programa de expansión colonialista, se vio exento de las convenciones e ideas pre-fabricadas sobre Oriente, según analiza Said. Después de la segunda guerra mundial, con Estados Unidos convertido en centro de la economía capitalista y eje de la política de Occidente, esta maquinaria discursiva se instrumentaliza en la academia. Ya no es el afán “reconstructivo” y refinado de los filólogos del siglo XIX. Ahora el corpus ingresa acríticamente en la floreciente sociología norteamericana, sirviendo su repertorio de imágenes y metáforas dentro del contexto inédito de guerra fría y mass media. Aparecen las figuras del “experto” y el “propagandista” con un fin común: el control social (esto es materia del tercer capítulo del libro).
¿Y cuál es el “Oriente real” que la coartada orientalista encubre?
Said no se preocupa por responder a esta pregunta. Como decíamos, Orientalismo es un libro que invita a desmontar lo adquirido, antes que a integrar un nuevo saber. Invita a reexaminar lo que “sabemos” de Oriente, incluso a los propios orientales (muchos de ellos, como el propio Said, formados en universidades europeas y norteamericanas, o consumidores de cultura occidental). Y convoca a revisar hasta qué punto estamos atravesados por estas representaciones y concepciones que bloquean toda posibilidad de un intercambio fructífero, respetuoso y tolerante entre las diferentes culturas.
Referencia
Orientalismo (por Edward W. Said, edición De Bolsillo, presentación de Juan Goytisolo, traducción de María Luisa Fuentes, Barcelona, 2009)