(Publicado en Microdinero) ¿Y por qué habremos de redistribuir?
La pregunta es provocadora hoy, como lo fue a comienzos de la década del ’50, cuando se publicaron las conferencias que en 1949 había brindado en Cambridge el filósofo y economista francés Bertrand De Jouvenel (1903-1987). Cambridge University Press las publicó en 1951 bajo el título The ethics of redistribution. El ensayo fue traducido al castellano y reeditado el año pasado por Katz Editores (apareció en mayo en Madrid y en julio en Buenos Aires).
Con más de sesenta años transcurridos, los contextos históricos y los universos ideológicos han cambiado. En aquel entonces, con el trasfondo del Plan Marshall y la veloz recuperación europea de posguerra, De Jouvenel apuntó sus dardos contra aquello que había sido una de las innovaciones políticas más productivas y persistentes del capitalismo, nacida en el deslinde de los siglos XIX y XX: el estado de bienestar.
Pero los textos arrastran su historia y con ella los diferentes escenarios de recepción en los que son leídos. Hoy, traducido y reeditado, La ética de la redistribución de De Jouvenel convoca a un debate ante todo latinoamericano, donde el contendiente que habremos de postular, si bien se inscribe dentro de la tradición redistribucionista-socialista de raigambre europea, se redefine a partir de coordenadas socioeconómicas e históricas locales: los procesos de transferencia de renta alimentados al calor del boom de los commodities y casi dos siglos de populismo vernáculo.
En este marco, La ética de De Jouvenel cobra nuevos bríos dialécticos. En la Europa de los rojos fiscales, su reedición sólo podría verse como un anacronismo o, cuanto más, como insumo para quienes emprendan un estudio de las críticas del welfare state. El texto reclama un oponente vivo, que goce de buena prensa, asumiéndose como intervención insidiosa, esencialmente anti-clímax.
Con muchos matices y mediaciones, tales ingredientes están en el aquí y ahora de América Latina. Una región cuyos pronósticos de crecimiento, pese a sus todavía escandalosos niveles de desigualdad social, duplican a los del Viejo Mundo. Una región que, aun en sus variantes más o menos populistas, más o menos propensas al mercado, propone hoy horizontes plausibles de movilidad social, con avances importantes en erradicación de la pobreza extrema e incorporación de pobres a expectativas de vida de clase media (y en este sentido Brasil es el ejemplo notable).
Frente a este nuevo posicionamiento relativo de América Latina en el mundo global, impensado una década atrás, el planteo de De Jouvenel recupera algo de su destemplado inoportunismo. Se vuelve, otra vez, un libro molesto: ¿Y por qué habremos de redistribuir?
La noción de “redistribución de la riqueza”, a fuerza de repetirse y presuponérsela como intrínsecamente buena, aparece como lo que los analistas de discurso llaman “preconstruido”: un objeto (discursivo) no asumido por el sujeto enunciador, sino algo que le es exterior y anterior. “Redistribución de la riqueza” funciona así como sintagma bloqueado, sobreimpuesto a la ilación argumentativa de un enunciador que, se presume, no encuentra necesario someterlo a la prueba de la verificación ni exponerlo al farragoso y fluctuante work in progress del discurso político.
Pero la crítica de De Jouvenel no es, ni pretende ser, lingüística. Tampoco economicista: aun desde una perspectiva liberal ligeramente descentrada, el autor desestima la crítica según la cual la redistribución de la riqueza desincentiva la producción de bienes. Incluso va más allá: da por buena la idea de que una política redistribucionista no tiene ningún efecto desincentivador en la economía, como se plantearía desde un liberalismo ortodoxo. Más que por el contenido programático que encierra, De Jouvenel ataca la idea de redistribución como premisa, como basamento lógico de consecuencias éticas.
La matriz sentimental
El libro está organizado en dos partes, que son las dos conferencias brindadas originalmente en Cambridge: “El ideal socialista” y “El gasto estatal”. Los mayores aciertos del texto están, creemos, en la primera, algunos de los cuales comentaremos a continuación. La segunda conferencia, donde el autor examina el concepto de Estado como agente reconstituyente e igualador, no logra evitar cierto tufillo elitista ni sustraerse al contexto inmediato (europeo de posguerra) de enunciación. En efecto, se trata de una exposición más fechada, que envejeció peor, en cuanto a que la Europa de hace medio siglo no conocía el volumen de pobreza que registra hoy América Latina, donde una trituradora histórica llamada comúnmente “neoliberalismo” hizo de la deserción del estado un programa y lo ejecutó implacable.
La primera conferencia, en cambio, ofrece algunas ideas de gran interés. En primer lugar (primer gran acierto del texto) es discriminar el redistribucionismo dentro de una familia de ideales reformistas con los que se emparenta a nivel sentimental pero no lógico. Concretamente: el redistribucionismo no se deriva del socialismo (utópico) ni del igualitarismo agrario.
La redistribución de la tierra tiene origen ancestral y está en la Biblia. Pero, afirma De Jouvenel, la redistribución de la tierra no equivale a una redistribución de ingresos: “El agrarismo no aboga por la igualación de lo producido, sino de los recursos naturales en base a los cuales las distintas unidades se autoproveerán de productos en forma autónoma. Eso es justicia (…) Lo que se iguala es la provisión de ‘capital’” (pps.31-32).
Se consideraba que la tierra, y los recursos naturales en general, era ofrecida por Dios a los hombres y no debía ser acumulada por ninguno de ellos. En cambio las herramientas son obra del hombre y, como tal, objeto de transacciones.
Con el desbaratamiento de las pequeñas comunidades que trajo la Revolución Industrial, ya no fue posible seguir imaginando una justicia basada en la autonomía del agricultor, dueño y señor de su parcela. Allí es cuando entra a tallar el socialismo, respecto de cuyos fundamentos antropológicos, propone el autor, también es necesario deslindar.
En una línea paulina-rousseauniana, el socialismo reformula el ideal de justicia en clave moderna, donde las relaciones de producción ahora están entrelazadas: “Un nuevo espíritu de aceptación gozosa de esa interdependencia; es que los hombres, llamados por el progreso económico y la división del trabajo a servirse mutuamente cada vez más lo hagan en un ‘espíritu nuevo’” (p. 35). Ese espíritu, en aquellos utopistas, era el de un nuevo orden de “amor fraternal”.
En la lectura de De Jouvenel, el redistribucionismo conserva del socialismo su sentimiento de rechazo ante la “fealdad” de las diferenciaciones sociales. Pero, en el tránsito a pensar una sociedad donde los más ricos sacrifiquen ingresos en pos de los más pobres, los redistribucionistas han operado un desplazamiento que los aleja del igualitarismo cristiano y de la volonté générale de Rousseau y los acerca, paradójicamente, a una filosofía de inspiración individualista, subjetivista y utilitarista-benthamiana:
“Lo que ahora ha pasado al primer plano, contrapuesto al ideal de la retribución justa y el amor fraternal, es el ideal de la igualdad del consumo. Esto puede considerarse formado por dos convicciones: una, que es bueno y necesario eliminar las carencias y que el excedente de unos debe ser sacrificado a las necesidades urgentes de otros; y dos, que la desigualdad de medios entre los distintos miembros de una sociedad es mala en sí y debe ser eliminada en forma más o menos radical” (pps. 40-41).
Estas dos premisas, explica el autor, no están conectadas lógicamente y dejan ver una hilacha espontaneísta: “Un descuidado hábito moderno es el de calificar de ‘justa’ cualquier cosa que se considere emocionalmente deseable” (pps. 41-42).
La coartada sentimental disfraza y oculta el desplazamiento (segundo gran acierto del texto). Ya no estamos ante el campesino que reclama la justa retribución de su esfuerzo; ya no estamos ante una solidaria mancomunión de hombres y recursos. Pero los defensores del redistribucionismo, aun arribando a conclusiones que riñen con una y otra tradición, se han servido de ellas para dar sustento a su economía retórica. Ahora se habla de poder adquisitivo, de igualación de ingresos, de acceso a los bienes y servicios con que se saturan los mercados de consumo. La filiación de esta ideología, argumenta De Jouvenel, está más emparentada con la “aritmética de la felicidad” de Bentham que con una posición genuinamente socialista (y las microfinanzas tienen mucho que aportar a esta discusión como herramienta contra la pobreza pero desde una antropología que rescata al sujeto ante todo como productor).
Contra los discursos que buscan legitimarse a partir de su negligente invocación al “pueblo”, los “pobres” o los “humildes”; contra los preconstruidos y clisés que atiborran hoy en día las argumentaciones pseudo-progresistas, La ética de la redistribución de De Jouvenel se erige en libro molesto, malpensante, aguafiestas. A más de sesenta años de su primera publicación, podemos reenfocar y resituar su lectura de cara a un contexto latinoamericano singular, con excedentes fiscales inéditos y déficits sociales irresueltos.
A la luz de este texto, finalmente, se pueden repensar iniciativas redistributivas necesarias -como los planes de Asignación Universal por Hijo en Argentina o Bolsa Familia en Brasil- pero discutiéndolas desde los fundamentos sobre los cuales se asientan para, desde allí, evaluar sus resultados y ver hasta qué punto son efectivos o meros paliativos de institucionalización de la pobreza.
Referencia
La ética de la redistribución (por Bertrand de Jouvenel, Katz Editores, 2010, Madrid-Buenos Aires. Traducción de Stella Mastrangelo)
La pregunta es provocadora hoy, como lo fue a comienzos de la década del ’50, cuando se publicaron las conferencias que en 1949 había brindado en Cambridge el filósofo y economista francés Bertrand De Jouvenel (1903-1987). Cambridge University Press las publicó en 1951 bajo el título The ethics of redistribution. El ensayo fue traducido al castellano y reeditado el año pasado por Katz Editores (apareció en mayo en Madrid y en julio en Buenos Aires).
Con más de sesenta años transcurridos, los contextos históricos y los universos ideológicos han cambiado. En aquel entonces, con el trasfondo del Plan Marshall y la veloz recuperación europea de posguerra, De Jouvenel apuntó sus dardos contra aquello que había sido una de las innovaciones políticas más productivas y persistentes del capitalismo, nacida en el deslinde de los siglos XIX y XX: el estado de bienestar.
Pero los textos arrastran su historia y con ella los diferentes escenarios de recepción en los que son leídos. Hoy, traducido y reeditado, La ética de la redistribución de De Jouvenel convoca a un debate ante todo latinoamericano, donde el contendiente que habremos de postular, si bien se inscribe dentro de la tradición redistribucionista-socialista de raigambre europea, se redefine a partir de coordenadas socioeconómicas e históricas locales: los procesos de transferencia de renta alimentados al calor del boom de los commodities y casi dos siglos de populismo vernáculo.
En este marco, La ética de De Jouvenel cobra nuevos bríos dialécticos. En la Europa de los rojos fiscales, su reedición sólo podría verse como un anacronismo o, cuanto más, como insumo para quienes emprendan un estudio de las críticas del welfare state. El texto reclama un oponente vivo, que goce de buena prensa, asumiéndose como intervención insidiosa, esencialmente anti-clímax.
Con muchos matices y mediaciones, tales ingredientes están en el aquí y ahora de América Latina. Una región cuyos pronósticos de crecimiento, pese a sus todavía escandalosos niveles de desigualdad social, duplican a los del Viejo Mundo. Una región que, aun en sus variantes más o menos populistas, más o menos propensas al mercado, propone hoy horizontes plausibles de movilidad social, con avances importantes en erradicación de la pobreza extrema e incorporación de pobres a expectativas de vida de clase media (y en este sentido Brasil es el ejemplo notable).
Frente a este nuevo posicionamiento relativo de América Latina en el mundo global, impensado una década atrás, el planteo de De Jouvenel recupera algo de su destemplado inoportunismo. Se vuelve, otra vez, un libro molesto: ¿Y por qué habremos de redistribuir?
La noción de “redistribución de la riqueza”, a fuerza de repetirse y presuponérsela como intrínsecamente buena, aparece como lo que los analistas de discurso llaman “preconstruido”: un objeto (discursivo) no asumido por el sujeto enunciador, sino algo que le es exterior y anterior. “Redistribución de la riqueza” funciona así como sintagma bloqueado, sobreimpuesto a la ilación argumentativa de un enunciador que, se presume, no encuentra necesario someterlo a la prueba de la verificación ni exponerlo al farragoso y fluctuante work in progress del discurso político.
Pero la crítica de De Jouvenel no es, ni pretende ser, lingüística. Tampoco economicista: aun desde una perspectiva liberal ligeramente descentrada, el autor desestima la crítica según la cual la redistribución de la riqueza desincentiva la producción de bienes. Incluso va más allá: da por buena la idea de que una política redistribucionista no tiene ningún efecto desincentivador en la economía, como se plantearía desde un liberalismo ortodoxo. Más que por el contenido programático que encierra, De Jouvenel ataca la idea de redistribución como premisa, como basamento lógico de consecuencias éticas.
La matriz sentimental
El libro está organizado en dos partes, que son las dos conferencias brindadas originalmente en Cambridge: “El ideal socialista” y “El gasto estatal”. Los mayores aciertos del texto están, creemos, en la primera, algunos de los cuales comentaremos a continuación. La segunda conferencia, donde el autor examina el concepto de Estado como agente reconstituyente e igualador, no logra evitar cierto tufillo elitista ni sustraerse al contexto inmediato (europeo de posguerra) de enunciación. En efecto, se trata de una exposición más fechada, que envejeció peor, en cuanto a que la Europa de hace medio siglo no conocía el volumen de pobreza que registra hoy América Latina, donde una trituradora histórica llamada comúnmente “neoliberalismo” hizo de la deserción del estado un programa y lo ejecutó implacable.
La primera conferencia, en cambio, ofrece algunas ideas de gran interés. En primer lugar (primer gran acierto del texto) es discriminar el redistribucionismo dentro de una familia de ideales reformistas con los que se emparenta a nivel sentimental pero no lógico. Concretamente: el redistribucionismo no se deriva del socialismo (utópico) ni del igualitarismo agrario.
La redistribución de la tierra tiene origen ancestral y está en la Biblia. Pero, afirma De Jouvenel, la redistribución de la tierra no equivale a una redistribución de ingresos: “El agrarismo no aboga por la igualación de lo producido, sino de los recursos naturales en base a los cuales las distintas unidades se autoproveerán de productos en forma autónoma. Eso es justicia (…) Lo que se iguala es la provisión de ‘capital’” (pps.31-32).
Se consideraba que la tierra, y los recursos naturales en general, era ofrecida por Dios a los hombres y no debía ser acumulada por ninguno de ellos. En cambio las herramientas son obra del hombre y, como tal, objeto de transacciones.
Con el desbaratamiento de las pequeñas comunidades que trajo la Revolución Industrial, ya no fue posible seguir imaginando una justicia basada en la autonomía del agricultor, dueño y señor de su parcela. Allí es cuando entra a tallar el socialismo, respecto de cuyos fundamentos antropológicos, propone el autor, también es necesario deslindar.
En una línea paulina-rousseauniana, el socialismo reformula el ideal de justicia en clave moderna, donde las relaciones de producción ahora están entrelazadas: “Un nuevo espíritu de aceptación gozosa de esa interdependencia; es que los hombres, llamados por el progreso económico y la división del trabajo a servirse mutuamente cada vez más lo hagan en un ‘espíritu nuevo’” (p. 35). Ese espíritu, en aquellos utopistas, era el de un nuevo orden de “amor fraternal”.
En la lectura de De Jouvenel, el redistribucionismo conserva del socialismo su sentimiento de rechazo ante la “fealdad” de las diferenciaciones sociales. Pero, en el tránsito a pensar una sociedad donde los más ricos sacrifiquen ingresos en pos de los más pobres, los redistribucionistas han operado un desplazamiento que los aleja del igualitarismo cristiano y de la volonté générale de Rousseau y los acerca, paradójicamente, a una filosofía de inspiración individualista, subjetivista y utilitarista-benthamiana:
“Lo que ahora ha pasado al primer plano, contrapuesto al ideal de la retribución justa y el amor fraternal, es el ideal de la igualdad del consumo. Esto puede considerarse formado por dos convicciones: una, que es bueno y necesario eliminar las carencias y que el excedente de unos debe ser sacrificado a las necesidades urgentes de otros; y dos, que la desigualdad de medios entre los distintos miembros de una sociedad es mala en sí y debe ser eliminada en forma más o menos radical” (pps. 40-41).
Estas dos premisas, explica el autor, no están conectadas lógicamente y dejan ver una hilacha espontaneísta: “Un descuidado hábito moderno es el de calificar de ‘justa’ cualquier cosa que se considere emocionalmente deseable” (pps. 41-42).
La coartada sentimental disfraza y oculta el desplazamiento (segundo gran acierto del texto). Ya no estamos ante el campesino que reclama la justa retribución de su esfuerzo; ya no estamos ante una solidaria mancomunión de hombres y recursos. Pero los defensores del redistribucionismo, aun arribando a conclusiones que riñen con una y otra tradición, se han servido de ellas para dar sustento a su economía retórica. Ahora se habla de poder adquisitivo, de igualación de ingresos, de acceso a los bienes y servicios con que se saturan los mercados de consumo. La filiación de esta ideología, argumenta De Jouvenel, está más emparentada con la “aritmética de la felicidad” de Bentham que con una posición genuinamente socialista (y las microfinanzas tienen mucho que aportar a esta discusión como herramienta contra la pobreza pero desde una antropología que rescata al sujeto ante todo como productor).
Contra los discursos que buscan legitimarse a partir de su negligente invocación al “pueblo”, los “pobres” o los “humildes”; contra los preconstruidos y clisés que atiborran hoy en día las argumentaciones pseudo-progresistas, La ética de la redistribución de De Jouvenel se erige en libro molesto, malpensante, aguafiestas. A más de sesenta años de su primera publicación, podemos reenfocar y resituar su lectura de cara a un contexto latinoamericano singular, con excedentes fiscales inéditos y déficits sociales irresueltos.
A la luz de este texto, finalmente, se pueden repensar iniciativas redistributivas necesarias -como los planes de Asignación Universal por Hijo en Argentina o Bolsa Familia en Brasil- pero discutiéndolas desde los fundamentos sobre los cuales se asientan para, desde allí, evaluar sus resultados y ver hasta qué punto son efectivos o meros paliativos de institucionalización de la pobreza.
Referencia
La ética de la redistribución (por Bertrand de Jouvenel, Katz Editores, 2010, Madrid-Buenos Aires. Traducción de Stella Mastrangelo)