(Mundo
Microfinanzas) Cierta vez un profesor de Historia, en la Universidad de Buenos
Aires, nos contó esta anécdota de un colega argentino de visita en la ciudad de
El Alto, en Bolivia.
Acaso
buscando verificar alguna hipótesis antropológica, tal vez siguiendo una
intuición, o quizás por mera curiosidad, el docente mantuvo -palabra más,
palabra menos- el siguiente diálogo con una vendedora de frutas en una feria
callejera.
- Señora,
¿puedo comprarle una de sus frutas?
- Sí, cómo
no.
- ¿Y puedo
comprarle diez frutas?
- Claro,
con gusto.
- Señora,
¿puedo comprarle todas sus frutas?
La mujer se
puso seria.
- No…, respondió.
Ante la
mirada expectante de su interlocutor, ella se justificó:
- ¿Y luego
entonces qué vendo?
La anécdota
se vinculaba a cómo se mantiene, en distintas partes de nuestra América, un
sustrato pre-capitalista o, al menos, un tipo de capitalismo no puramente
mercantil.
Es evidente
que, para la vendedora, la feria no sólo es el espacio donde se ofrecen y
comercian productos, y donde presumiblemente obtiene los ingresos para su
sustento, sino también un ámbito vital de cotidianeidad, donde intercambia mucho
más que mercancías y precios: hablamos de tradiciones, prácticas ancestrales, rituales de
socialización.
Sin sus
frutas, ¿de qué “vive” la vendedora durante esa jornada?
La anécdota
puede ser ilustrativa para pensar una doble vertiente con la que se alimenta un
modelo de microfinanzas latinoamericano, si es que algo así existe o puede postularse.
Por un
lado, una vertiente emprendedora-individual, autónoma, cuentapropista, casi
podríamos decir “libertaria”, remolona a verse constreñida por mecanismos
institucionales o corporativos.
Y por otro
lado una vertiente solidaria-colectiva, asociativa, que instaura un tipo de
intercambio económico y simbólico en la lógica de la comunidad, de recursos y
beneficios compartidos, cooperante además con un entorno natural.
La primera
vertiente la vemos a diario en el paisaje socio-económico de la ciudad, donde
miles de emprendedores pueblan plazas y mercados, sobreponiéndose a duras
condiciones, ofreciendo productos y servicios a base de creatividad, ingenio y,
como se dice en algunos lugares, del “rebusque”.
La segunda
vertiente tiene honda tradición en América Latina: la vigencia del
cooperativismo en toda la región, la experiencia mutualista de los mineros en
Bolivia, los bancos ejidales en México, las mingas agrarias en el norte
argentino, la provisión comunitaria del ayllu en la cosmovisión andina…
En la
vendedora de El Alto, de nuestra anécdota, convergen una y otra impronta: la
emprendedora individual, la lógica social.
Cabe a los
Estados crear entornos e impulsar medidas que favorezcan tanto la expansión de capacidades
individuales (el presupuesto básico para que haya microfinanzas es que el
escenario de movilidad y ascenso social sea discernible) como la promoción de
formas asociativas de producción e integración de entramados comunitarios en
cadenas de valor, sin ahogar una y otra energía en redes clientelares.
Cabe también
al estado, en conjunción con empresas e instituciones, abrevar en ambas vertientes
y diseñar ingenierías de inclusión financiera para quienes se han visto,
producto de la crisis, expulsados de su puesto en la fábrica o privados de su
fuente habitual de manutención.
En momentos
donde las voces críticas hacia las microfinanzas comienzan a hacerse oír con
más virulencia en el marco global, América Latina tiene una rica tradición desde
donde elaborar sus propias respuestas.
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