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jueves, 6 de agosto de 2009

Economía popular, utopía y realidad


Prosumidores del sistema de economía popular venezolano de los estados de
Anzoátegui, Sucre y Monagas en un intercambio regional
(foto: Inapymi)

(Mundo Microfinanzas) Si uno entra a cualquier página conversora de valores del mundo, no va a encontrar monedas tales como el cimarrón (en el estado de Miranda), la lionza (Yaracuy), el zambo (Falcón), el tamunangue (Lara) o el relámpago del Catatumbo (Zulia).

Cada uno de estos nombres identifica a monedas que, sustraídas de todo vínculo con un mercado monetario global, basan su eficacia en una pura y exclusiva referencia local-geográfica-comunitaria.

Son monedas comunales, también llamadas “sociales” o, en su sentido tal vez más arcaico, monedas de trueque.

En estos primeros días de agosto se ha cumplido un año de la vigencia en Venezuela de la Ley para el Fomento y Desarrollo de la Economía Popular. Un cuerpo normativo que habilita a comunidades productivas a crear sus propias monedas en tanto “instrumento que permite y facilita el intercambio de saberes, bienes y servicios en los espacios del sistema de intercambio solidario” (publicación Gaceta Oficial Nº 5.890, 31 de julio de 2008).

¿Qué resultados han dejado estos doce meses de economía comunal?

El lapso parece demasiado exiguo para una práctica que va a contrapelo de usos comerciales institucionalizados y presupone la reversión del paradigma mercadotécnico de la economía.

Para ser más precisos: lo que la normativa bolivariana propugna es el restablecimiento de una economía sociosustentable, desreificada (en el sentido adorniano, con lo cual también podríamos llamarla “resubjetivizada”) y desmonetizada.

En otras palabras esto equivaldría a una triple deposición: del mercado como entidad todopoderosa de instauración del valor, de la fuerza de trabajo como mercancía en el proceso de intercambio y del dinero (líquido) como principio constitutivo de capital.

El bagaje utópico de la así entendida “economía popular” venezolana -contraglobalizadora e incluso hasta contrahistórica- estaría más que claro. Habría que ver, en tal caso, si estas experiencias alternativas de intercambio logran coexistir con el arrollador empuje del capitalismo.

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