(Mundo
Microfinanzas) Alguna vez alguien hará un estudio concienzudo sobre cómo la
comunidad vinculada al desarrollo ha ido modificando la forma de designar el
financiamiento a las poblaciones pobres. Qué criterios lograron imponerse a
expensas de cuáles otros, y qué tipo de mediaciones intervinieron, en los
pasajes que van de “microcrédito” a “microfinanzas”, y luego de “microfinanzas” a
“inclusión financiera”, como prevalece hoy.
Carolina Trivelli |
Sucintamente
podría decirse que el término “microcrédito” llegaba algo desgastado al
promediar la década pasada, cuando Naciones Unidas declaró a 2005 como Año
Internacional del Microcrédito y la actividad, cuyas metodologías grupales probadas
en Asia se esparcían por los cinco continentes, comenzaba a ganar espacio en la
agenda global. Ya entonces había asentimiento en que el término “microfinanzas”
era más ajustado a la hora de nombrar una especialidad financiera que, no
reducida exclusivamente al crédito, abría a trabajadores informales,
empresarios de escasos recursos y colectivos históricamente desplazados como
mujeres, jóvenes y comunidades indígenas, una gama de servicios aptos para desahogar
en algo las dificultades de su economía cotidiana, generar pequeños activos y,
en fin, mejorar las condiciones y perspectivas de vida de las familias más
pobres.
Pero el
término “microfinanzas” no tardó en evidenciarse como insuficiente para referir
a un campo cada vez más transversal y diversificado. Los actores que tradicionalmente
habían animado al sector -agencias de cooperación, donantes, banca
multilateral, ONGs, IMFs pioneras- comenzaron a entramarse junto a nuevos participantes
institucionales, tecnológicos y de la industria de las telecomunicaciones, determinando
nuevas acuñaciones y nueva terminología que expresara más cabalmente la
creciente sofisticación del sector. En este contexto se instala, por primera
vez, la expresión “inclusión financiera”.
La
expresión ha tenido singular éxito en condensar la trama compleja de una
industria y eso ya es un mérito intrínseco. Vista de cerca, sin embargo, parece
menos feliz. El adjetivo restringe la calidad del sustantivo “inclusión” y
centraliza lo que debería ser meramente lateral. Más acertado hubiera sido -nos
parece- “finanzas inclusivas” o, mejor aún, “finanzas para la inclusión”, sintagma tal vez más inepto para el marketing, más perifrástico, pero decididamente más claro a la hora
de señalar a la inclusión como fin absoluto (no matizable, no relativizable) y a las finanzas
como un medio para alcanzarlo.
Esta
reflexión viene a cuento de una reciente declaración de la economista peruana
Carolina Trivelli quien, al presentar una nueva iniciativa de la asociación de
bancos peruanos (Asbanc) para la masificación del dinero electrónico, declaró
que “no hay inclusión social, sin inclusión financiera”. La ambigüedad de la
expresión “inclusión financiera”, creemos, ha permitido que la ex ministra de
Desarrollo e Inclusión Social del presidente Humala sostenga un enunciado tan
formidable. “Finanzas para la inclusión”, o “Finanzas para el desarrollo”,
jamás hubieran habilitado semejante enormidad, pues ambas expresiones son más fieles
al ADN social de la industria, que desde este espacio aspiramos a promover.
No dudamos
de las buenas intenciones ni de la probada capacidad de la señora Trivelli. Tampoco
cuestionamos el proyecto de Asbanc, aunque sí estamos discutiendo lo que parecen
ser sus premisas, según se desprende de las declaraciones de la ex ministra. Hubiéramos
preferido que sus conocimientos y su experiencia al frente de políticas
públicas, ahora al servicio del lobby bancario, informen y nutran en otra dirección
una iniciativa que, aunque comercial, está anotada dentro del campo de la
inclusión financiera y, en consecuencia, arrastrada por su prerrogativa social.
La
inclusión financiera -lo que ahora por éxito pragmático llamamos “inclusión
financiera”- sólo se realiza en individuos libres de toda opresión y discriminación
económica, social, étnica o de género. Un instrumento financiero accesible a
los más pobres, sin macroeconomías que apoyen integralmente a los más pobres
con políticas sociales efectivas, está más cerca de generar financiarización
que inclusión. Por más que se la adorne con protestas de educación financiera,
empoderamiento al consumidor y la mar en coche.
Menos por su
presuntuosidad que por su carga potencialmente engañosa respecto a la inclusión
financiera, las declaraciones no deberían pasar desapercibidas. ¿De dónde se
sigue que no hay inclusión social, sin inclusión financiera?; ¿la afirmación está
estableciendo una preeminencia de tipo lógica, causal, temporal…?; ¿debemos pensar
entonces, por adyacencia, que no hay educación de la sociedad sin educación
financiera?
Trabajar
por la inclusión financiera, y así lo entendemos desde este blog, presupone que
las finanzas son un instrumento más -importante, fundamental, pero apenas uno
más- en el objetivo del desarrollo y de la lucha contra la pobreza. Y no son
los bancos comerciales, precisamente, los que mejor han encarnado este
objetivo.
Quienes llevan adelante políticas públicas y privadas de inclusión financiera, en países con niveles
tan escandalosos de desigualdad como el Perú y América Latina en general, en
regiones donde además comienzan a verse algunos progresos sociales junto al
crecimiento económico, no deberían fallar en la dirección del camino: no hay
inclusión financiera, sin inclusión social.
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