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Este blog de microfinanzas comenzó a actualizarse el 1 de febrero de 2008 y se cerró el 30 de noviembre de 2015.

viernes, 4 de junio de 2010

De tasas, rentabilidad y tiburones



(Mundo Microfinanzas) La discusión por el valor de las tasas cargadas a los microcréditos tiene una doble significación: importa tanto para la sostenibilidad del modelo como para su consistencia ética y política.

Ambas dimensiones coexisten no sin incomodidades, dudas y suspicacias. ¿Por qué son altas las tasas de los microcréditos?, ¿son realmente altas?

Con alguna recurrencia, el saludable debate deviene en trauma y por momentos en escándalo. Recientes artículos del The New York Times sacudieron el ambiente de las microfinanzas en los Estados Unidos. Véase, por ejemplo, Banks Making Big Profits From Tiny Loans, del 13 de abril pasado, artículo firmado por el periodista Neil MacFarquhar donde se castiga a algunos actores de la industria endilgándoles suculentas ganancias a costa del bolsillo de los pobres (se menciona, entre otros casos, a Compartamos y Te Creemos, de México, y se hace referencia también al conflicto entre el presidente nicaragüense Daniel Ortega con las microfinancieras de su país).

El tema tuvo particular repercusión en la última conferencia anual de las microfinanzas estadounidenses, realizada el mes pasado en San Francisco. En The Huffington Post, de Nueva York, apareció este viernes una columna de Jonathan Lewis, fundador de Opportunity Collaboration, una comunidad de empresarios e inversores sociales. Lewis se hace eco del problema y trae a colación especialmente un panel de la conferencia que abordó la cuestión “¿Cuál es el precio justo para un buen crédito?”.

Ya desde el título, el artículo genera alguna incomodidad: "The Microfinance Vig". Wikipedia mediante, vemos que la palabra “vig”, apócope de “vigorish”, significa en el ambiente de las apuestas el monto que se cobra el corredor (bookmaker) por sus servicios. Leemos además que, en Estados Unidos, “vig” también se asocia al interés de los usureros o tiburones. Y que incluso conlleva reminiscencias racistas: en el argot yiddish de Rusia, la palabra significa “ganancias”.

Repuesta la constelación semántica de la palabra, vemos en el artículo de Lewis un repaso de argumentos que buscan explicar por qué son altas las tasas de los microcréditos, 37% promedio, según afirma, valor que casi siempre provoca un mazazo (sticker shock).

Comienza diciendo que la defensa más común es que los costos administrativos de prestar microcréditos son forzosamente altos: “Como la lógica indica, es más barato dar un gran crédito a una sola empresa de Lima, que una gran cantidad de microcréditos en los Alpes peruanos”, ejemplifica.

El autor confiesa que ese argumento fue el que defendió él mismo durante mucho tiempo, pero propondrá variar la perspectiva.

Inmediatamente da paso a algunas citas. Señala que la defensa más “fundamentalista” de las tasas altas es que ellas estimulan la inversión, el crecimiento y la competencia que, en última instancia, se traduce en mejores tasas para los consumidores. En tanto aumente la competencia y la escala, las tasas altas de hoy tenderán a bajar mañana (cita un trabajo suyo publicado en Stanford Social Innovation Review, “Microloan Sharks”, verano 2008).

Luego recurre a la opinión de Ananya Roy en Poverty Capital, para quien los mercados de crédito sub-prime tienen una lógica peculiar: son simultáneamente instrumentos de inclusión financiera y a la vez préstamos explotadores e incluso abusivos. Una paradoja similar ocurre con las microfinanzas: permiten a los pobres acceder al crédito, pero en condiciones significativamente diferentes de las que gozan los consumidores “prime”.

Lewis cita posteriormente el documento del CGAP Are Microcredit Interest Rates Excessive? (por Richard Rosenberg, Adrián González y Sushma Narain, febrero de 2009, Washington D.C, traducción española ¿Las tasas de interés de los microcréditos son excesivas?), donde se admite que hay consenso en que las IMFs deben buscar su sostenibilidad financiera a través de la eficiencia y del cobro de gastos y tasas lo suficientemente altas para cubrir el costo de su trabajo.

El articulista distingue a las microfinanzas de la doctrina que inspira otros bienes públicos. Muchos programas, por ejemplo de salud, medioambiente o de infraestructura para escuelas, necesitan de subsidios externos a largo plazo. En tanto que, para desarrollar microempresas, se requiere de emprendedores pobres que logren ellos mismos su propia rentabilidad.

La clara línea argumentativa de Lewis no logra disipar la incomodidad en los párrafos finales de la nota. El autor recuerda una reciente caricatura del The New Yorker, donde aparece un cliente discutiendo los términos de un préstamo con su banquero, al que le pide que deje de referirse a la tasa de interés como el “vig” (vigorish). “Como todos los fans de Los Soprano (la serie emitida por HBO), sabemos que el vig es el interés del préstamo del usurero”, dice Lewis.

Y concluye con una pregunta que condensa el cambio de perspectiva: las altas tasas de interés de las microfinanzas, ¿son una herramienta de lucha contra la pobreza o un instrumento a favor del beneficio de los inversionistas?

La discusión está abierta.